Por Carlos Zavarce
No hay nada más serio que el homo ludens. El juego para un niño no es cosa de bromas, ni es algo intrascendente. Es su mejor forma de ejercitarse, de aprender, de confrontar el mundo e integrarse a la sociedad. Es la manera de concienciar la existencia de las normas, las regulaciones, las leyes, así como de garantizar que está listo para vivir en una sociedad perfectamente organizada.
Sin embargo, para el sistema económico imperante, jugar es no ser productivo, es perder el tiempo que podría estarse utilizando para generar riqueza, para sí mismo o para el patrón.
Por lo tanto, cuando una campaña publicitaria se enfrasca en invitar a la población a “vivir en estado play”, lo está invitando a desperdiciar el tiempo en cosas improductivas, a dejar de generar bienes y servicios, y en pocas palabras, lo está convenciendo de convertirse en irresponsable.
Una población que en lugar de estar pendiente de ahorrar en un producto como es la espuma de afeitar, la malbarata; ni siquiera es capaz de concentrarse en la lectura del diario que le puede apoyar en las tomas de decisiones del día, en lugar de eso juega con el empleado de limpieza que aparece y desaparece en el vaivén de su quehacer. En la oficina simplemente se divierte con el zarcillo de una colega, para luego desconcertarse en la calle, querer acariciar a un perro ajeno o distraerse haciendo ruido en un estacionamiento.
Para pasar el mensaje suavemente y directo como una bala de plata al cerebro, se hace la analogía con los gorgoteos infantiles y los rubicundos cachetes de un bebé. Y todavía hay gente que dice: ¡ay pero que lindo… es tan tierna la cuña!
Vivir en estado play, como un discurso emanado de la agencia publicitaria internacional Saachi & Saachi, dirigida al los latinoamericanos y que busca convertir el Play Station 3 en un fenómeno de venta, con una inversión multimillonaria, no es cosa de niños, ni mucho menos de irresponsables.
Se trata de una propuesta que trasciende lo comercial, y que esconde tras la pureza infantil al lobo de la ludopatía, a un instrumento para canalizar, casi con una aguja hipodérmica a nuestro raquídeo, la competencia y la destrucción del otro casi con la naturalidad de tomarse un vaso con agua, a la skineriana programación de los videojuegos que premian la violencia, la insensibilidad, la malicia y la crueldad, y castiga la incapacidad para infringir dolor o para encarnizarse contra el que está perdido en el piso.
Hace unos días observaba como mi nieta de apenas seis años, iba dejando en el suelo ensangrentados a su madre, su tío, y hasta sus tíos abuelos, en un combate cuerpo a cuerpo mientras los controles trasmitían la contusión de los golpes, y el impacto de las patadas.
Y a cada punto ella levantaba los brazos y miraba con desprecio al caído. Ya a los seis años está viviendo en estado Play.
Nos podemos mentir, y decir que son sólo jueguitos en una pantalla de televisión. Pero no podemos negar es que tras cada combate, oculto en cada competencia, premiado luego de causar el mayor número de bajas, o de haber logrado escalar a la posición de alcalde, presidente o gerente, comandante o jefe de algún ejército destructor, algo de ese aprendizaje no se haya adherido a nuestra personalidad, y que lejos de estar jugando con irresponsabilidad, hemos estado desarrollando nuestro sentido lúdico adquiriendo formas de respuestas para actuar en nuestra vida diaria.
El estado play, un estado donde niñez no significa el primer estadio de responsabilidad, sino un escalón para integrarse como un consumidor adicto, dentro de un sistema de vida dedicado donde la irresponsabilidad lleva a consumir hasta el endeudamiento de por vida, la violencia gratuita, y la incapacidad de ser crítico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario